Era 31 de agosto y sus vacaciones habían terminado.
Había llegado a casa por la tarde, había desecho la maleta, se había duchado,
había cenado algo ligero y se había acostado temprano pues al día siguiente
debía madrugar para ir a la oficina.
Por la mañana, con el cansancio aún sobre sus
párpados, miró el calendario de la pared de la cocina mientras se tomaba el
café. Lo decía bien claro bajo una bonita fotografía de la playa de La Concha
de San Sebastián: AGOSTO.
Era uno de agosto y, por tanto, el comienzo de sus
vacaciones. Terminó el café, fregó la taza, recogió las migas de pan de la
tostada de la encimera y se dirigió a su habitación a hacer la maleta. Una hora
más tarde, ésta ya estaba colocada en el maletero del coche y él conduciendo en
dirección al apartamento en la playa que alquilaba todos los años.
Llegó poco antes del mediodía. Abrió la puerta de
entrada con la misma ilusión de siempre y se encontró a un matrimonio de
jubilados trasladando sus ropas de la maleta al armario. Les preguntó qué
hacían allí pero no le escuchaban. Se puso delante de ellos pero no le veían.
Intentó sacar las perchas ocupadas del armario pero estas se le escapaban de
las manos como si de niebla se tratara. No entendía nada. Por más que gritaba,
aquellos tranquilos ancianos ni siquiera se inmutaban. Tras media hora de
infructuosa búsqueda de explicaciones, decidió acomodarse en el dormitorio que
quedaba libre dejando para más tarde la llamada y posterior reclamación a la
agencia inmobiliaria.
Tres días después, aún no había conseguido que descolgaran
el teléfono en la agencia. Sin embargo, se había acoplado a los horarios de
sus compañeros de apartamento y disfrutaba de unas merecidas vacaciones.
3 comentarios:
Eso es todavía peor que soportar a un cuñado...
Cuánto daría yo para que mi cuñado no me hiciera ni caso en vacaciones... Y el resto del año, también ;-)
Muy original tu relato y abierto a todo tipo de interpretaciones.
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