Mi cuñado presume de ser el
propietario, junto a su chalet adosado, de un enorme jardín. Algunos que lo han
visto lo definen como “un campo de fútbol-sala pequeño y muy descuidado”. Son
sus presuntos amigos. Los vecinos, mucho más imparciales y objetivos, lo tachan
abiertamente de “escombrera”, y afirman que, si buscas en Google “Síndrome de
Diógenes” y pinchas en la opción “Imágenes”, lo primero que te sale es el
exterior de la casa de mi cuñado.
Allí almacena recuerdos de
familia: una silla de ruedas, ya sin ruedas, que perteneció a su abuela, quien
dejó de caminar el día que entró en su casa el televisor; el horno en que se
suicidó metiendo la cabeza su tío; la bicicleta que le hizo su padre con las
ruedas de ya os imagináis dónde; un armario ropero en cuyo interior hay más
vida animal que en todos los documentales juntos del National Geographic; una bañera repleta de ropa “que ya no usamos y
que tenemos que llevar un día de estos a Cáritas” y cuyas tallas, por la pinta,
bien podrían estar escritas en números romanos; una antena parabólica oxidada
con la que su padre veía los partidos de fútbol en un canal de pago y cuando se
cansó de ver perder a su equipo la utilizó para hacer paellas los domingos…
Sólo fui una vez a celebrar
la Nochebuena a su casa. No hacía mal tiempo y tuvo la insensata ocurrencia de
preparar la mesa en el jardín. Sin la iluminación de unos focos que,
obviamente, llevaban años fundidos. Sólo con velas...
Os ahorraré los detalles:
mientras mi cuñado, botella de cava en mano (él no entiende el concepto “copa”
o “vaso”), gritaba “¡Feliz Navidad!”, yo iba preguntando a los presentes
“¿Truco o Trato?”. No sé si me explico…
3 comentarios:
!Qué estómago¡
Al tuyo refiérome, claro
¡Y qué paciencia!... El cielo ganado, te lo aseguro. ;-)
¡Lo que has tenido que pasar, Edu!
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