El viento de levante me
acompañó durante todo el trayecto entre Tarifa y San Fernando. Había quedado
para comer con Roberto en la Venta de Vargas. Él se recuperaba lentamente de
una grave lesión de espalda que a punto estuvo de dejarlo convertido en la
estatua que se merece que un día le pongan allí mismo, al lado de la de
Camarón, pero me dijo que si los calmantes se lo permitían, vendría.
La mesa del patio
reservada a mi nombre la ocupaban ya dos comensales cuando llegué, dos amigos
de Cádiz con los que también había quedado aprovechando que el Guadalete pasa
por Jerez. Unas mesas más allá, un padre y un hijo, de rasgos más japoneses que
gitanos, no dejaron de mirarme desde que entré. El camarero me aclaró que
estaban al tanto de que Roberto comería con nosotros y parecía que le esperaban
con indisimuladas ganas.
Tras dos cervezas de
cortesía, concluí que no vendría. Y en vez de llamarle al móvil para salir de
dudas, le hice una señal al camarero para salir de hambres. Pocos minutos
después, nuestra mesa se fue llenando de platos con tortillitas de camarones,
croquetas de la Tía María, cazón en adobo y cola de toro, siempre bajo la atenta
mirada de aquellos dos pares de ojos rasgados por la genética y la curiosidad.
Al terminar de comer,
con la sobremesa al compás del aguardiente de la casa, el camarero vino con un
libro entre las manos. Los señores japoneses, me dijo con una irónica sonrisa,
no querían importunarme, pero estarían encantados si yo les firmara el
ejemplar. Lo lógico habría sido declinar amablemente la invitación, así que
acepté el bolígrafo que el camarero me ofrecía y en una página interior, bajo
el título “Manteca colorá”, escribí:
“Para mis amigos
japoneses, tras una agradable velada, con un afectuoso saludo. Montero Glez.”
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