Cinco son ya las ediciones celebradas del premio
Ribera del Duero, que reconoce cada dos años el mejor libro de relatos de los
presentados, los cuales, por cierto, van creciendo en número en cada edición.
En este tiempo, hemos podido disfrutar de cuatro libros de excelente calidad,
la cual se ha visto refrendada por la respuesta de los lectores sumando
reimpresiones y nuevas ediciones.
Para no ser menos, la quinta convocatoria del
concurso nos trae a la palestra vencedora a Antonio Ortuño, escritor mexicano
que ya se asomó al triunfo en España hace diez años, resultando finalista del
premio Herralde con su novela Recursos
humanos.
Incluido por la revista Granta en la lista de los
mejores escritores jóvenes en 2010, y premiado un año después por la revista GQ
como “Escritor del año”, Antonio Ortuño regresa al relato y nos presenta, de la
sabia mano de Páginas de Espuma, La vaga
ambición, una colección de seis cuentos protagonizados por un escritor,
Arturo Murray, quien, mientras se avanza en la lectura y si se conoce
mínimamente la biografía de Ortuño, viene a ser una especie de remedo de éste,
una excusa para darle una vuelta de tuerca a ese concepto tan manido y tan de
moda en la actualidad como es la autoficción.
La vaga
ambición
es varios libros en uno y, por eso, es recomendable afrontarlo en varias
lecturas. La primera de ellas debería ser de simple disfrute, de dejarse llevar
por la exquisita mano y el elegante estilo del autor, enredarse en las tramas
que propone y disfrutar con el fino humor que se cuela entre líneas, como
pidiendo permiso.
Una segunda lectura, más atenta, tiene que ver con
la Literatura y con el oficio del escritor. Desde el primer cuento, Un trago de aceite, en el que el
protagonista, un Arturo Murray niño, ya es conminado a que cuando sea mayor
escriba la historia que acaba de vivir/sufrir, Antonio Ortuño reflexiona sobre
los límites de la escritura de tal forma que muchos párrafos podrían haberse
extraído de los apuntes de una clase magistral impartida en una universidad
norteamericana (no me digas por qué, pero tenía en mente las clases de Julio
Cortázar en Berkeley).
Y por último, escondida entre los párrafos de la
historia que se cuenta en Un príncipe con
mil enemigos, uno se topa con el correo electrónico que le escribe una
madre a su hijo confesando que, a pesar de tenerlo todo en contra (marido,
amigos, editores…), ella siempre escribió y nunca cejó en el empeño. Ese texto,
que ilumina con especial fuerza la
página 102 merece ser leído una y otra vez muy despacio, como saboreando
un vino de esos que dan título al premio que nos ocupa. “…Me decía que escribir
era la vaga ambición de guerrear contra mil enemigos y salir vivo. (…) Que
escribiera contra todos, me decía, y a pesar de todos”. Y es así cuando uno se
convence de que detrás de Arturo Murray está Antonio Ortuño, poniendo en boca
de la madre del protagonista las palabras de su propia madre, reivindicándola
como escritora, reivindicándose él mismo como digno heredero de esa lucha
contra los mil enemigos y reivindicando la Literatura como el noble arte de
mentir a conciencia y de vengarse y de pedir la revancha a la vida con la firme
convicción de, esta vez sí, ganar.
Pero eso mejor que lo cuente él mismo:
(ENTREVISTA)
“Escribir
siempre tiene algo de promesa de venganza”
No tiene que
ser fácil estar gritando a las tres de la mañana la victoria del campeonato de
tu equipo y afrontar toda una batería de entrevistas de promoción de tu último
libro unas horas más tarde.
Catorce horas
después me encuentro a un Antonio Ortuño feliz, despierto, amable, lúcido,
ávido de conversación. Reivindicando al Chivas de sus amores (no el güisqui,
sino su equipo de fútbol) y defendiendo el premio Ribera del Duero con su libro
de relatos “La vaga ambición”.
Plagiando un
párrafo del primer relato del libro, le pregunto: “¿Por eso escribes? ¿Por
mentiroso?”
(Se ríe) Claro, en un principio, sí. Yo era un niño
al que su madre le daba dinero para ir a la tienda y volvía sin dinero, sin lo
que me habían encargado y con una historia. Y eso me paso mil veces. Y mucho,
mucho tiempo después lo relacioné con la narrativa. Esta idea de fabular, de
contar la historia no cómo ocurrió sino como quise que ocurriera parece que ya
es una actitud literaria en sí misma. Este es un libro que bebe mucho y
profundamente de mi vida pero que no es de ninguna manera autoficción, porque al
momento de registrar los hechos ya los adulteras, y hacerlo con un lenguaje
concreto los deformas también. Narrar es controlar el tiempo y cambias la
cronología de lo sucedido, así sea comprimiéndola o estirándola. Ahí estás
mintiendo. Otra cosa es que a la mentira, por propósitos estéticos, la llamemos
ficción.
No tengo ningún problema en que un narrador sea un
mentiroso o un canalla si es buen narrador. Lo prefiero a un santo aburrido.
Prefiero jugar al alter ego a decir “soy Antonio Ortuño y me pasan estas
cosas”.
Hablando de
la “autoficción”, parece que usted le da una vuelta al término, se convierte en
personaje y es ese personaje quien hace autoficción…
Efectivamente. Al lector no tiene por qué
importarle si yo gané un premio de cuento en la Primaria (que no lo gané),
tiene importancia porque está en el cuento. Podría haberme acordado de otra
cosa con otra finalidad distinta. Eso hace que la Literatura sea,
esencialmente, tomar decisiones. La más sencilla es qué palabra sigue a otra,
si es que sigue otra, o un signo de puntuación o ya nada. Se trata de adoptar
una postura que se refleje en el texto. Hay un debate en México y en la
literatura latinoamericana si los autores leen Teoría Literaria y si toman una
postura al respecto. Yo creo que el autor sí que se tiene que hacer muchas
preguntas y que eso ya es teorizar. Creo que escribir decentemente bien es tan
fácil como ser un decente cirujano de cerebros. Ese nivel de lectura me
encanta.
Ortuño
confiesa no haber subrayado un libro en su vida, ni haber hecho anotaciones
sobre lo leído. Disfruta con los textos y reivindica la Literatura para todos,
no sólo para los iluminados que anotan, memorizan frases o buscan referencias
en cada punto y aparte y lo exhiben finalmente como un trofeo al alcance de muy
pocos.
En todos sus
relatos sobrevuela la figura de un protagonista, escritor, Arturo Murray, que
vive una serie de experiencias que le llevan de alguna manera a buscar una
especie de quijotismo o reivindicación justiciera de la Literatura… Me
recuerda, de alguna manera, al Ignatius O. Reilly de “La conjura de los necios”…
Sí (ríe) Me gustaría pensar que hay algo de él en
Murray. Yo leí ese libro a los catorce o quince años, me reí mucho y, sin
embargo, lo que más me gusta son los momentos más tristes. Intenté la proeza,
incluso, de leerlo en inglés. Sí que es un personaje que tiene cierta
familiaridad con mi Arturo Murray. Creo que hay un elemento que para mí es
fundamental y es que recordamos el pasado para revisar y tachonar lo que somos
y por eso nuestra memoria va falseando lo que somos. Murray, mi personaje,
busca la explicación de por qué es escritor. Todo lo que le ocurre podría
servirle para saber por qué es buen o mal marido, padre, persona. Pero él elige
preguntarse por qué es escritor. No sólo revisita su pasado, sino que se inventa
como escritor a través de la rememoración de sus experiencias. Frente a todo
tipo de vicisitudes externas, él se aferra a la escritura como posibilidad de
estar en el mundo.
A lo largo
del texto también se ve cómo el protagonista se aferra a la figura de la madre,
un elemento fundamental en su condición de escritor…
Sí, Murray se siente un usurpador. En el segundo
cuento, por ejemplo, se aferra a la máquina de escribir que utilizaba su madre.
Y cuando ella está muriendo y le escribe a él, le deja la responsabilidad de
seguir haciendo lo que hace, escribir. Justamente por eso quería que fuera una
colección de relatos que estuvieran relacionados y que tuvieran esas
resonancias entre unos y otros.
Hablaba al
principio de “fabular la realidad”, de contar las cosas como le hubiera gustado
que pasaran más que como pasaron. ¿Cree que es la Literatura una especie de
segunda oportunidad de la vida, una revancha?...
Claro que la Literatura nos
permite hacer eso. Chautobriand escribió para reivindicar su victoria contra
Napoléon. Y en nivel más cotidiano, yo habría matado a mis vecinos si no
hubiera podido escribir contra ellos en columnas del periódico. También es una
forma de convivir, ¿no? Escribir siempre tiene algo de promesa de venganza.
Porque el escritor es aquel que se ha quedado a un par de pasos del escenario.
Creo que hay un tipo de escritor que se parece mucho a la persona que le gusta
mucho bailar pero que decidió no ponerse a bailar en la fiesta y se quedó en la
mesa medio burlándose de los que bailan. Esos escritores me caen muy mal. Hay
que tomar una actitud. Así, por supuesto que la Literatura te permite esas
venganzas, lo comparto con mi amigo, también escritor, Mariño González. Un
escritor es una especie de Conde de Montecristo.
El título “La vaga ambición”, ¿lo ha elegido Murray u Ortuño?
Ay… (Ríe) Esa frase que le
adjudicaron a Flaubert, que no era suya, “Madame Bovary soy yo”… Es una especie
de aterrizaje serio de algo que fue un chiste… Cuando yo era un riguroso
inédito, participé en una mesa redonda de “novísimos” en la Feria del Libro de
Guadajalara (Mexico). Era el único. Nos pidieron que nos definiéramos como
escritores en apenas tres palabras. El que menos usó fueron diez. No éramos una
generación con una capacidad de síntesis, ciertamente. Yo me califiqué como “un
vago ambicioso”. Vago como perezoso, porque me había costado diez años terminar
una novela… Tiempo después recordé aquel personaje de Los Miserables,
Grantaire, que tenía la firme convicción de que sí, de que servía para algo, y
tenía esa “vaga ambición".
Murray no sabe si es buen o
mal escritor, pero por eso escribe. Creo que las personas que en algún momento
y a costa de su equilibrio emocional se han preguntado si son buenos escritores
lo dejan de hacer o pasan a serlo de una manera doméstica o casi cercana al
onanismo. Y los que se convencen de que son buenos escritores son los que
decíamos antes que están en el centro de la pista bailando. No me interesa lo
que escriban estos. Prefiero a los escritores que oscilan, que se creen buenos
pero que dudan. En ese equilibrio creo que está el trabajo literario. Si yo
pensara que domino el oficio y que soy magistral, ya no me tomaría la molestia
de escribir, pediría que me pusieran un trono en la puerta y que me colmaran de
ofrendas de frutas y pavos reales…
Ha mencionado la mesa redonda en la que se juntaron diez
escritores de la misma generación. Se les considera la “Generación Inexistente”
como sinónimo de “No Generación”. ¿Se siente dentro de una generación?
Claro. El tema lo inventó
un amigo mío, Jaime Mesa, que ha ido publicando una serie de artículos en los
que revisa lo que hacen los nacidos en México en los setenta, generación a la
que él también pertenece, y que implica casi una broma, porque yo no creo que
haya nadie del grupo que él identifica que sienta que tiene más afinidades que
las que te permiten sentarte a tomar una cerveza. Tenemos trabajos distintos,
de tradiciones también muy diferentes. Hay muchas maneras de entender una
generación, pero si nos vamos a la definición de un grupo de personas que comparten
una estética o una postura literaria, eso no existe en absoluto. Yo tengo mucha
admiración por algunos de los escritores de los años setenta y, a riesgo de
ofender a los de los sesenta o cincuenta, yo creo que como promoción somos
infinitamente mejores. No obstante, no siento con ellos una afinidad especial,
ni tampoco con la gente de otros lados. No por sentirme nadie especial, ni
mucho menos, sino por no pisar terrenos comunes. No vivo en el norte de México
por lo que tengo una buena coartada para no escribir sobre el narcotráfico, por
ejemplo. Tampoco soy de la ciudad de México, entonces la literatura urbana del
DF tampoco me alcanza. Perfectamente puedo eludir todo eso Me siento más cerca,
con todas las diferencias, de Emiliano Monge, porque tratamos temas más
políticos y sociales, porque me gusta su trato tan riguroso con el lenguaje,
pero tampoco es que tengamos ninguna poética en común… También tengo muchas
afinidades con Nicolás Cabal, y sin embargo tenemos unas estéticas y una manera
de ver la narración completamente distintas… También tengo una gran admiración
por Yuli Herrera. Sería yo incapaz de escribir así, me parece un virtuoso. Pero
yo quiero seguir lo que yo hago. Seguramente, como “generación, por aquello de
las Ferias y los Congresos, somos los que más kilómetros hemos hecho juntos
pero también los que menos nos parecemos. Está bien juntarnos delante de una cerveza
pero al final es como si cada uno fuera de un equipo de fútbol distinto. Te
puedes sentar con ellos, hablar de fútbol… Pero cuando tienes que hablar de
preferencias, allí ya…
Y allí ya… El Chivas, como decíamos al principio, el equipo de
Antonio Ortuño, se ha proclamado esta pasada noche campeón de la liga mexicana.
Sólo queda darle la enhorabuena y celebrarlo. Con una cerveza, claro.