14 julio 2017

#BEERNES - La vaga ambición


Cinco son ya las ediciones celebradas del premio Ribera del Duero, que reconoce cada dos años el mejor libro de relatos de los presentados, los cuales, por cierto, van creciendo en número en cada edición. En este tiempo, hemos podido disfrutar de cuatro libros de excelente calidad, la cual se ha visto refrendada por la respuesta de los lectores sumando reimpresiones y nuevas ediciones.

Para no ser menos, la quinta convocatoria del concurso nos trae a la palestra vencedora a Antonio Ortuño, escritor mexicano que ya se asomó al triunfo en España hace diez años, resultando finalista del premio Herralde con su novela Recursos humanos.

Incluido por la revista Granta en la lista de los mejores escritores jóvenes en 2010, y premiado un año después por la revista GQ como “Escritor del año”, Antonio Ortuño regresa al relato y nos presenta, de la sabia mano de Páginas de Espuma, La vaga ambición, una colección de seis cuentos protagonizados por un escritor, Arturo Murray, quien, mientras se avanza en la lectura y si se conoce mínimamente la biografía de Ortuño, viene a ser una especie de remedo de éste, una excusa para darle una vuelta de tuerca a ese concepto tan manido y tan de moda en la actualidad como es la autoficción.

La vaga ambición es varios libros en uno y, por eso, es recomendable afrontarlo en varias lecturas. La primera de ellas debería ser de simple disfrute, de dejarse llevar por la exquisita mano y el elegante estilo del autor, enredarse en las tramas que propone y disfrutar con el fino humor que se cuela entre líneas, como pidiendo permiso.

Una segunda lectura, más atenta, tiene que ver con la Literatura y con el oficio del escritor. Desde el primer cuento, Un trago de aceite, en el que el protagonista, un Arturo Murray niño, ya es conminado a que cuando sea mayor escriba la historia que acaba de vivir/sufrir, Antonio Ortuño reflexiona sobre los límites de la escritura de tal forma que muchos párrafos podrían haberse extraído de los apuntes de una clase magistral impartida en una universidad norteamericana (no me digas por qué, pero tenía en mente las clases de Julio Cortázar en Berkeley).

Y por último, escondida entre los párrafos de la historia que se cuenta en Un príncipe con mil enemigos, uno se topa con el correo electrónico que le escribe una madre a su hijo confesando que, a pesar de tenerlo todo en contra (marido, amigos, editores…), ella siempre escribió y nunca cejó en el empeño. Ese texto, que ilumina con especial fuerza la  página 102 merece ser leído una y otra vez muy despacio, como saboreando un vino de esos que dan título al premio que nos ocupa. “…Me decía que escribir era la vaga ambición de guerrear contra mil enemigos y salir vivo. (…) Que escribiera contra todos, me decía, y a pesar de todos”. Y es así cuando uno se convence de que detrás de Arturo Murray está Antonio Ortuño, poniendo en boca de la madre del protagonista las palabras de su propia madre, reivindicándola como escritora, reivindicándose él mismo como digno heredero de esa lucha contra los mil enemigos y reivindicando la Literatura como el noble arte de mentir a conciencia y de vengarse y de pedir la revancha a la vida con la firme convicción de, esta vez sí, ganar.

Pero eso mejor que lo cuente él mismo:

(ENTREVISTA)

“Escribir siempre tiene algo de promesa de venganza”


No tiene que ser fácil estar gritando a las tres de la mañana la victoria del campeonato de tu equipo y afrontar toda una batería de entrevistas de promoción de tu último libro unas horas más tarde.

Catorce horas después me encuentro a un Antonio Ortuño feliz, despierto, amable, lúcido, ávido de conversación. Reivindicando al Chivas de sus amores (no el güisqui, sino su equipo de fútbol) y defendiendo el premio Ribera del Duero con su libro de relatos “La vaga ambición”.

Plagiando un párrafo del primer relato del libro, le pregunto: “¿Por eso escribes? ¿Por mentiroso?”
(Se ríe) Claro, en un principio, sí. Yo era un niño al que su madre le daba dinero para ir a la tienda y volvía sin dinero, sin lo que me habían encargado y con una historia. Y eso me paso mil veces. Y mucho, mucho tiempo después lo relacioné con la narrativa. Esta idea de fabular, de contar la historia no cómo ocurrió sino como quise que ocurriera parece que ya es una actitud literaria en sí misma. Este es un libro que bebe mucho y profundamente de mi vida pero que no es de ninguna manera autoficción, porque al momento de registrar los hechos ya los adulteras, y hacerlo con un lenguaje concreto los deformas también. Narrar es controlar el tiempo y cambias la cronología de lo sucedido, así sea comprimiéndola o estirándola. Ahí estás mintiendo. Otra cosa es que a la mentira, por propósitos estéticos, la llamemos ficción.

No tengo ningún problema en que un narrador sea un mentiroso o un canalla si es buen narrador. Lo prefiero a un santo aburrido. Prefiero jugar al alter ego a decir “soy Antonio Ortuño y me pasan estas cosas”.

Hablando de la “autoficción”, parece que usted le da una vuelta al término, se convierte en personaje y es ese personaje quien hace autoficción…
Efectivamente. Al lector no tiene por qué importarle si yo gané un premio de cuento en la Primaria (que no lo gané), tiene importancia porque está en el cuento. Podría haberme acordado de otra cosa con otra finalidad distinta. Eso hace que la Literatura sea, esencialmente, tomar decisiones. La más sencilla es qué palabra sigue a otra, si es que sigue otra, o un signo de puntuación o ya nada. Se trata de adoptar una postura que se refleje en el texto. Hay un debate en México y en la literatura latinoamericana si los autores leen Teoría Literaria y si toman una postura al respecto. Yo creo que el autor sí que se tiene que hacer muchas preguntas y que eso ya es teorizar. Creo que escribir decentemente bien es tan fácil como ser un decente cirujano de cerebros. Ese nivel de lectura me encanta.

Ortuño confiesa no haber subrayado un libro en su vida, ni haber hecho anotaciones sobre lo leído. Disfruta con los textos y reivindica la Literatura para todos, no sólo para los iluminados que anotan, memorizan frases o buscan referencias en cada punto y aparte y lo exhiben finalmente como un trofeo al alcance de muy pocos.

En todos sus relatos sobrevuela la figura de un protagonista, escritor, Arturo Murray, que vive una serie de experiencias que le llevan de alguna manera a buscar una especie de quijotismo o reivindicación justiciera de la Literatura… Me recuerda, de alguna manera, al Ignatius O. Reilly de “La conjura de los necios”…
Sí (ríe) Me gustaría pensar que hay algo de él en Murray. Yo leí ese libro a los catorce o quince años, me reí mucho y, sin embargo, lo que más me gusta son los momentos más tristes. Intenté la proeza, incluso, de leerlo en inglés. Sí que es un personaje que tiene cierta familiaridad con mi Arturo Murray. Creo que hay un elemento que para mí es fundamental y es que recordamos el pasado para revisar y tachonar lo que somos y por eso nuestra memoria va falseando lo que somos. Murray, mi personaje, busca la explicación de por qué es escritor. Todo lo que le ocurre podría servirle para saber por qué es buen o mal marido, padre, persona. Pero él elige preguntarse por qué es escritor. No sólo revisita su pasado, sino que se inventa como escritor a través de la rememoración de sus experiencias. Frente a todo tipo de vicisitudes externas, él se aferra a la escritura como posibilidad de estar en el mundo.

A lo largo del texto también se ve cómo el protagonista se aferra a la figura de la madre, un elemento fundamental en su condición de escritor…
Sí, Murray se siente un usurpador. En el segundo cuento, por ejemplo, se aferra a la máquina de escribir que utilizaba su madre. Y cuando ella está muriendo y le escribe a él, le deja la responsabilidad de seguir haciendo lo que hace, escribir. Justamente por eso quería que fuera una colección de relatos que estuvieran relacionados y que tuvieran esas resonancias entre unos y otros.

Hablaba al principio de “fabular la realidad”, de contar las cosas como le hubiera gustado que pasaran más que como pasaron. ¿Cree que es la Literatura una especie de segunda oportunidad de la vida, una revancha?...
Claro que la Literatura nos permite hacer eso. Chautobriand escribió para reivindicar su victoria contra Napoléon. Y en nivel más cotidiano, yo habría matado a mis vecinos si no hubiera podido escribir contra ellos en columnas del periódico. También es una forma de convivir, ¿no? Escribir siempre tiene algo de promesa de venganza. Porque el escritor es aquel que se ha quedado a un par de pasos del escenario. Creo que hay un tipo de escritor que se parece mucho a la persona que le gusta mucho bailar pero que decidió no ponerse a bailar en la fiesta y se quedó en la mesa medio burlándose de los que bailan. Esos escritores me caen muy mal. Hay que tomar una actitud. Así, por supuesto que la Literatura te permite esas venganzas, lo comparto con mi amigo, también escritor, Mariño González. Un escritor es una especie de Conde de Montecristo.

El título “La vaga ambición”, ¿lo ha elegido Murray u Ortuño?
Ay… (Ríe) Esa frase que le adjudicaron a Flaubert, que no era suya, “Madame Bovary soy yo”… Es una especie de aterrizaje serio de algo que fue un chiste… Cuando yo era un riguroso inédito, participé en una mesa redonda de “novísimos” en la Feria del Libro de Guadajalara (Mexico). Era el único. Nos pidieron que nos definiéramos como escritores en apenas tres palabras. El que menos usó fueron diez. No éramos una generación con una capacidad de síntesis, ciertamente. Yo me califiqué como “un vago ambicioso”. Vago como perezoso, porque me había costado diez años terminar una novela… Tiempo después recordé aquel personaje de Los Miserables, Grantaire, que tenía la firme convicción de que sí, de que servía para algo, y tenía esa “vaga ambición".

Murray no sabe si es buen o mal escritor, pero por eso escribe. Creo que las personas que en algún momento y a costa de su equilibrio emocional se han preguntado si son buenos escritores lo dejan de hacer o pasan a serlo de una manera doméstica o casi cercana al onanismo. Y los que se convencen de que son buenos escritores son los que decíamos antes que están en el centro de la pista bailando. No me interesa lo que escriban estos. Prefiero a los escritores que oscilan, que se creen buenos pero que dudan. En ese equilibrio creo que está el trabajo literario. Si yo pensara que domino el oficio y que soy magistral, ya no me tomaría la molestia de escribir, pediría que me pusieran un trono en la puerta y que me colmaran de ofrendas de frutas y pavos reales…

Ha mencionado la mesa redonda en la que se juntaron diez escritores de la misma generación. Se les considera la “Generación Inexistente” como sinónimo de “No Generación”. ¿Se siente dentro de una generación?
Claro. El tema lo inventó un amigo mío, Jaime Mesa, que ha ido publicando una serie de artículos en los que revisa lo que hacen los nacidos en México en los setenta, generación a la que él también pertenece, y que implica casi una broma, porque yo no creo que haya nadie del grupo que él identifica que sienta que tiene más afinidades que las que te permiten sentarte a tomar una cerveza. Tenemos trabajos distintos, de tradiciones también muy diferentes. Hay muchas maneras de entender una generación, pero si nos vamos a la definición de un grupo de personas que comparten una estética o una postura literaria, eso no existe en absoluto. Yo tengo mucha admiración por algunos de los escritores de los años setenta y, a riesgo de ofender a los de los sesenta o cincuenta, yo creo que como promoción somos infinitamente mejores. No obstante, no siento con ellos una afinidad especial, ni tampoco con la gente de otros lados. No por sentirme nadie especial, ni mucho menos, sino por no pisar terrenos comunes. No vivo en el norte de México por lo que tengo una buena coartada para no escribir sobre el narcotráfico, por ejemplo. Tampoco soy de la ciudad de México, entonces la literatura urbana del DF tampoco me alcanza. Perfectamente puedo eludir todo eso Me siento más cerca, con todas las diferencias, de Emiliano Monge, porque tratamos temas más políticos y sociales, porque me gusta su trato tan riguroso con el lenguaje, pero tampoco es que tengamos ninguna poética en común… También tengo muchas afinidades con Nicolás Cabal, y sin embargo tenemos unas estéticas y una manera de ver la narración completamente distintas… También tengo una gran admiración por Yuli Herrera. Sería yo incapaz de escribir así, me parece un virtuoso. Pero yo quiero seguir lo que yo hago. Seguramente, como “generación, por aquello de las Ferias y los Congresos, somos los que más kilómetros hemos hecho juntos pero también los que menos nos parecemos. Está bien juntarnos delante de una cerveza pero al final es como si cada uno fuera de un equipo de fútbol distinto. Te puedes sentar con ellos, hablar de fútbol… Pero cuando tienes que hablar de preferencias, allí ya…

Y allí ya… El Chivas, como decíamos al principio, el equipo de Antonio Ortuño, se ha proclamado esta pasada noche campeón de la liga mexicana. Sólo queda darle la enhorabuena y celebrarlo. Con una cerveza, claro. 


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