Hubo un tiempo, no hace tanto, en que el ascensor
de mi edificio dejó de funcionar correctamente. Si pulsabas el botón del 2,
nada ni nadie te aseguraba que pudieras acabar en el segundo piso. En un
momento dado, el ascensor pareció tener decisión propia y repartía a sus
pasajeros por los diferentes pisos del bloque en función de vaya usted a saber
qué criterio.
Los vecinos, con el tiempo, acabamos
acostumbrándonos. Sobre todo cuando, diera igual el piso en que uno saliera del
ascensor, podía dirigirse a la misma letra de la puerta de su domicilio, abrir
con su llave y entrar. Una vez en el interior, todo el mobiliario era distinto,
pero uno se sentía como en casa. Llegabas a cenar, cansado del trabajo, y te
recibía la mujer del vecino del quinto, la que fue Reina de las Fiestas de su
pueblo, y te daba un masaje en el baño de esos que acaban con la paciencia de
los vecinos de abajo. O te encontrabas con una casa tan destartalada que te
entraban ganas de empezar a estudiar otra carrera universitaria. Nada que
objetar, por tanto, en las reuniones de la comunidad de vecinos de cada
trimestre.
Lo malo fue cuando el ascensor volvió a funcionar
con normalidad. Al edificio le invadieron las rutinas. Por mucho que llamamos a
Urbanismo nadie nos dio explicación ni compensación económica por lo sucedido.
Uno pulsaba el botón del ascensor correspondiente al número de su piso y
acababa en su piso. Cada mochuelo a su olivo. Cada pan a su pan y cada vino al
olvido.
Llevamos dos meses así. La situación es
insostenible. Hay vecinos que sólo utilizan la escalera. Mañana hay reunión de
la Comunidad. Se ha convocado al responsable de la empresa de mantenimiento del
ascensor.