La forma de llamar no me resultó familiar. No era
el timbrazo seco acompañado por dos golpes de nudillo de la vecina. Tampoco
eran los tres toques rápidos del presidente de la comunidad de propietarios o
el agonioso timbrazo que se alarga en el tiempo bastante más de lo cortesmente
recomendable de mi cuñado…
Aun así, abrí. En el descansillo ensayaban su mejor
sonrisa impostada dos jóvenes vestidos de traje oscuro y corbata clara, una
combinación que daba a entender que su asesor de imagen llevaba varios meses
sin cobrar.
Tras verificar mi nombre, me explicaron de manera
bastante atropellada que había habido un problema con mi factura del gas en los
últimos recibos emitidos y que, por una cuestión técnica que no llegué a
entender, me habían estado cobrando veinte euros de más al mes. Antes de que yo
pudiera salir de mi asombro, no te digo ya protestar enérgicamente por
semejante atropello, me tranquilizaron diciendo que allí estaban ellos para
solucionarlo, que tan sólo tenía que firmar el papel que me ponían por delante.
Firmé, me dieron las gracias de tal forma que
parecía que les había nombrado herederos universales de unos terrenos
urbanizables y desaparecieron escaleras abajo. Cerré la puerta con la sensación
de haber hecho algo muy positivo: concretamente, haber cambiado hacía ya seis
meses el calentador de gas por uno eléctrico.