No se creyó que allí, junto a la playa, en un
espacio tan amplio donde no molestaba a nadie, estuviera prohibido aparcar.
Y aparcó. Y se fue al chiringuito. Y fuera sopló el
levante con fuerza. Y cuando regresó a por su coche, sólo pudo apoyar su botellín
de cerveza en la señal y dejar la mano libre para poder llamar a la grúa, al
seguro o, quizás mejor, a un arqueólogo.