Me gustaban aquellos
zapatos. Pasaba todos los días por delante del escaparate y allí estaban,
apoyados sobre un elegante cubo de terciopelo azul, mirándome fijamente, como
queriendo decir “llévanos contigo” pero diciendo en realidad “450 euros”. Jamás
podría comprarlos. Mi sueldo apenas me permitía optar a revolver, una vez al
año, en las zapaterías de barrio en busca de un calzado en cuya etiqueta no
figurara diseñador conocido alguno.
Me consolaba paseando
con cierta frecuencia por delante de la tienda y, frente al escaparate,
haciendo coincidir los zapatos con la imagen de mis pies reflejados en el
cristal- Cada día me colocaba en el lugar exacto y comprobaba como en un espejo
qué tal me quedaban aquellos zapatos con la ropa que llevaba puesta. Unos
pantalones de pinzas se acoplaban discretamente al conjunto, mientras que el
traje gris marengo de las grandes ocasiones se antojaba demasiado claro para
ser combinado con el marrón de los zapatos. Definitivamente, desentonaban con
la camisa de cuadros pero no quedaban demasiado mal con aquella americana negra
y los pantalones vaqueros. Hasta que llegué con el abrigo negro… Aquellos
zapatos eran el complemento perfecto a mi abrigo negro. La caída del abrigo
hasta los tobillos parecía prolongarse perfectamente en la línea de los
cordones de los zapatos. Por fin había encontrado la ropa perfecta para
aquellos zapatos que jamás podría permitirme el lujo de comprar.
Entonces, mi imagen
reflejada en el cristal sonrió orgullosa, inclinó la cabeza con inusual
elegancia a modo de saludo y, sin más, se marchó por la trastienda con sus
zapatos nuevos.