El sábado estuve en la Feria del Libro de Madrid con Miguel Baquero. A ambos, de natural despistados, se nos echó la fecha encima sin haber publicado libro nuevo alguno. Hay muchas celebraciones durante el año y, la verdad, no podemos estar en todo…
El caso es que, lejos de resignarnos a perder la ocasión de relacionarnos con nuestros lectores, nos colamos en una caseta y nos dedicamos a firmar libros ajenos…
La cosa no se nos dio nada mal… Al menos, hasta que el dueño de la caseta descubrió que ninguno de nosotros dos era Ángela Vallvey… Le costó media hora… En ese rato, a pesar de su cabreo, firmamos y vendimos una cantidad considerable de libros de los que él se llevará un beneficio económico neto y nosotros la satisfacción de haber cumplido un año más con el ritual de la fiesta de las letras por excelencia (a excepción de la que se monta uno cuando termina de pagar su hipoteca).
Después de lo cual, y para celebrar nuestra libertad bajo fianza, decidimos ir a comer a un restaurante cercano con un montón de buenos amigos. El lugar perfecto, la comida excelente, la vajilla mucha, porque tardamos más de cuatro horas en fregarla toda. Tras esta larga sobremesa, en serio que nuestra intención era volver al magno escenario de las Letras con mayúsculas, pero en su lugar decidimos sentarnos al lado del estanque a echar a los patos el pan que, pese a todo, habíamos levantado del restaurante (la mortadela la dejamos para la cena) y de este modo se acabó fraguando una amistad bucólica, poética y palmípeda que espero dure muchos años.
El caso es que, lejos de resignarnos a perder la ocasión de relacionarnos con nuestros lectores, nos colamos en una caseta y nos dedicamos a firmar libros ajenos…
La cosa no se nos dio nada mal… Al menos, hasta que el dueño de la caseta descubrió que ninguno de nosotros dos era Ángela Vallvey… Le costó media hora… En ese rato, a pesar de su cabreo, firmamos y vendimos una cantidad considerable de libros de los que él se llevará un beneficio económico neto y nosotros la satisfacción de haber cumplido un año más con el ritual de la fiesta de las letras por excelencia (a excepción de la que se monta uno cuando termina de pagar su hipoteca).
Después de lo cual, y para celebrar nuestra libertad bajo fianza, decidimos ir a comer a un restaurante cercano con un montón de buenos amigos. El lugar perfecto, la comida excelente, la vajilla mucha, porque tardamos más de cuatro horas en fregarla toda. Tras esta larga sobremesa, en serio que nuestra intención era volver al magno escenario de las Letras con mayúsculas, pero en su lugar decidimos sentarnos al lado del estanque a echar a los patos el pan que, pese a todo, habíamos levantado del restaurante (la mortadela la dejamos para la cena) y de este modo se acabó fraguando una amistad bucólica, poética y palmípeda que espero dure muchos años.